Читать книгу Exabruptos. Mil veces al borde del abismo онлайн

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Después de recoger a Paulo César y Verónica, se dirigieron al supermercado, donde juntos hicieron algunas compras para el fin de semana. Ana María lucía muy bella. A su hermosura natural de juventud, Ramiro había agregado su experiencia y buen gusto, haciéndole algunas recomendaciones sobre la ropa que se pusiera. Vestía un pantalón de jeans y unos botines que le hacían parecer más alta y esbelta. Hacia arriba llevaba puesto un polo blanco ajustado, que, como no usaba sostén, dejaba ver la transparencia de sus pequeños senos, dos naranjas duras y redondas, y la erección de sus juveniles pezones. Sobre la polera llevaba puesta una camisa manga larga de mezclilla liza, amarrada a la cintura y sin abrochar y, para el campo llevaba un flamante par de zapatillas tenis que Lorena le había regalado.

En el trayecto, prácticamente solo habló Ramiro, quien después de un rato entendió que al parecer la había embarrado al invitar a Paulo y Vero, pero no quiso darle mayor importancia.

Llegaron pasada la hora de almuerzo a los faldeos del cerro La Campana, donde ubicaron un lugar seguro y seco, cercano a un arroyo con muy poca agua. El clima estaba amenazante, parecía que en cualquier momento se largarían los chubascos. Mientras ambos hombres armaban con prontitud las carpas, Verónica, a regañadientes, le daba instrucciones a Ana María para que encendiera un fuego para preparar el asado. En una mesita armable, acomodada junto a un pequeño tronco seco, se encontraba el bol con las papas mayo y otro con ensalada de lechugas. Un merlot cosecha especial asomaba su gollete dentro de la caja que servía de despensa.

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