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Mi abuelo Daniel había fumado durante muchos años. Tres meses atrás había comenzado a sentir una molestia en el pecho y había ido a ver a su médico en Nogoyá. El profesional, que también fumaba, al examinar a mi abuelo le dijo: “Bueno, don Daniel, usted debe dejar de fumar”, pero el doctor estaba fumando… ¿Cómo le iba a hacer caso mi abuelo? Siguió fumando, pero solo tres meses más, pues murió repentinamente de un infarto. Todavía me parece oír el llanto de mi madre.

Debo aclarar que años después, mi querido tío Pedro Rode y su esposa Quica también se convirtieron. Hoy, varios de mis primos y primas, hijos de Pedro, de Luis y de Julio Rode se regocijan en la bienaventurada esperanza del regreso de nuestro Señor, que traerá a la vida a sus hijos que hoy duermen en el polvo, a fin de reunirlos con los amados que estén vivos y llevarlos a todos a la casa de su Padre, allá en los cielos. ¡Salvados para servir!

Recuerdo las muchas veces que oía las oraciones de mi abuelita Ida: “Jesús, bendice a mis hijos e hijas, yernos y nueras, nietos y nietas… Amén”. Yo sé que Dios oye y contesta las oraciones de los padres y las madres que oran por sus hijos, y de los abuelos y abuelas que oran por sus nietos. “¿Será rescatado el cautivo de un tirano? Pero así dice Jehová: Ciertamente el cautivo será rescatado […] y tu pleito yo lo defenderé; y yo salvaré a tus hijos?” (Isa. 49:24, 25).

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