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Las clases comenzaron más tarde ese día. Mientras estábamos en fila para entrar a las aulas, se adelantó el director del colegio, el Dr. Fernando Chaij, y dirigiéndose a todos los estudiantes nos dijo:

–Bueno, alumnos, una broma es una broma. Hemos resuelto no tomar medidas disciplinarias por lo ocurrido, pero queremos que quienes lo hicieron, nos lo digan.

Los cuatro compinches sonreímos, nos tocamos el codo y dijimos para nosotros mismos: “Sí, mira que te lo diremos…”

Esa misma tarde, se acercó a mi habitación en el Hogar de Varones un muchacho grandote: Carlos Rodríguez, y me dijo:

–Mira, Pedrito, si yo encuentro al que ató la campana, lo mato, porque nos están acusando a Ricardo D’Argenio y a mí de haber atado la campana. Nos acusan porque somos los que tenemos la escalera, ya que estamos pintando ese edificio de aulas.

Entonces, le contesté:

−No lo mates, Carlitos, porque “ese” fui yo con otros compinches. Tranquilo… ahora voy y le cuento al preceptor que fuimos nosotros.

Lo de las campanas y lo de la bomba había quedado bien claro, y por gracia de Dios, no se tomaron medidas disciplinarias.

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