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Después de las 22, cuando ya todo estaba muy oscuro, los cuatro “mosqueteros” salimos del Hogar a buscar una escalera para subir a la chimenea y atar la campana grande. Buscamos la escalera que estaba a la vista, apoyada en una pared del que hoy es el Pabellón de Música, que algunos muchachos habían estado pintando. La llevamos hasta el Hogar de Niñas, pero no alcanzaba para llegar al techo. Por fortuna, había un gran tanque de agua de lluvia junto a la pared. Fuimos hasta la carpintería y trajimos tres tablones, los pusimos sobre el tanque, y encima apoyamos la escalera. Tres muchachos sostenían la escalera mientras yo subía hasta el techo del Hogar. Gateando para no hacer ruido llegué hasta la chimenea, y con un piolín que llevaba até el badajo a la campana para que no sonara aunque se moviera.

Bajar, llevar la escalera al lugar donde estaba y devolver los tablones de madera a la carpintería, nos llevó mucho tiempo. Serían las 2 cuando volvimos al Hogar de Varones para dormir.

La gestión fue todo un “éxito”. Esa mañana no sonó ninguna campana. A las 6:30 escuchamos a uno de los celadores que pasaba por los pasillos golpeando las manos y gritando: “¡Levántense! ¡Levántense que ya es tarde!”

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