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Una vez, sin querer, el montoncito de pólvora que estaba allí se me incendió. No hubo explosión, pero la pieza, de repente, se llenó de humo. Isidoro, mi buen compañero, no dijo nada. Ahora creo que el diablo quería matarme y me puso un pensamiento en la cabeza: “¿Por qué no hacer una bomba en serio y en vez de un tintero usar como envase un caño de hierro?”.
En el taller del colegio trabajaba un amigo, Alfredo Kalbermatter, así que le pedí que a un caño de hierro de veinte centímetros de largo, le hiciera rosca en ambas puntas para cerrarlo con dos tapones de hierro, y que también le hiciera un agujerito para pasar por allí la “mecha”.
El problema era cómo hacer “más segura” esta “bomba de tiempo”. Otro amigo, Rolo Dalinger, se me unió al proyecto y surgió una buena idea: usar un pedazo de espiral matamosquitos, atado al choricito de papel higiénico. Entonces completamos la investigación midiendo cuántos centímetros por minuto avanzaba la ignición en la espiral.
Ya teníamos todo. Solo faltaba decidir en qué momento haríamos el estallido, y en qué lugar.