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Sucedía que antes de mandarme a Puiggari, allá en Reconquista, mi mamá me había comprado un mameluco marrón. Para que me quedara bien de largo (yo medía 1,80 m de estatura), el mameluco era varias tallas más grande, y con un cierre “relámpago” adelante. Me bailaba con el viento mientras yo caminaba apurado por el jardín del colegio. Ese atuendo no era nada elegante para entusiasmar a Jenny. Me animé a escribirle dos veces más, ¡pero sin respuesta! Así que decidí hablarle, pero ¿qué le iba a decir? y ¿cuándo sería el mejor momento?

Esa noche preparé un discursito, corto, poético y bonito, y decidí que le hablaría durante el tercer recreo del día siguiente. Por la mañana, cuando me desperté, lo repasé. Sí, ya lo sabía muy bien, solo había que esperar que llegara el tercer recreo. Y llegó. Me arrimé a un corrillo de chicos y chicas entre los cuales estaba Jenny. Le hice señas como queriendo hablarle, pero ella no me vio. Uno de los chicos le dijo: “Quieren hablarte”.

Ella se dio vuelta, salió del corrillo y se me acercó. Recuerdo cómo me temblaban las rodillas y los labios… ¡Y el discurso se me había olvidado totalmente! Así que le dije:

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