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Yo quería mucho a mamá y a papá. Él era Pedro, y yo Pedrito. Papá era entonces misionero, evangelista y predicador, y en el fondo de mi corazón yo deseaba ser como él cuando fuera grande. Ese era mi mayor sueño.

Tenía entonces catorce años, y mi hermanita Violeta, diez. Era verano, hacía mucho calor en Reconquista, y estábamos juntos chupando caña de azúcar en el patio de baldosas de casa. Pelábamos la caña con un cuchillo grande. Por supuesto, estábamos descalzos. Mi hermanita salió por un momento del patio y al ratito volvió corriendo. Sin darse cuenta, con el pie izquierdo pisó el mango del cuchillo, y con el filo se cortó totalmente el tendón de Aquiles del pie derecho.

Dando un grito cayó al suelo. Vino mamá, la levantó, le envolvió el pie con una toalla y con la ayuda de unos vecinos que tenían auto, la llevó a casa de nuestro amigo médico, el doctor Itig. Cuando volvieron, después de un largo rato, supe que el doctor la había dormido, le había desinfectado la herida, suturado el tendón de Aquiles, que estaba totalmente seccionado, y también había suturado la piel. Violeta ahora “lucía” una botita de yeso. Tres semanas después, el doctor le sacó el yeso, y los puntos de la piel. Mi hermanita volvió a caminar, y pronto también pudo correr como lo hacía antes.

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