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Un día, a la hora del almuerzo, en el otro extremo del comedor, dos semanas después de haber llegado al colegio, vi a una chica. Había muchas, pero yo vi a una. Hoy estoy seguro de que fue Dios quien me instó a mirarla, porque de inmediato este pensamiento llenó mi mente: “Cómo me gusta esa chica… Con ella me voy a casar”. De inmediato busqué a mi alrededor alguien que la conociera, y un muchacho me dijo: “Esa es la Jenny Pidoux”.

Esa información me tranquilizó: “Entonces es prima de Desirèe, va a ser más fácil conseguirla”, pensé. Yo tengo una prima muy querida, Desirèe Pidoux, hija de mi tía Pochola, hermana de mamá. Así que me quedé tranquilo, pensando en cómo hacerle llegar una cartita con mi declaración de amor. Jenny tenía 13 años; y yo, 16.

Un día, la preceptora del Hogar de Niñas, mi querida tía Sara, también hermana de mamá, me dijo:

–Pedrito, ¿tú estás enamorado de Jenny Pidoux?

Y yo le contesté:

–Tía, ¿por qué me dices eso?

Ella razonó:

–Por la forma en que la miras.

¡Tenía toda la razón del mundo! Al fin me animé a escribirle. Solo me acuerdo de una frase de esa primera cartita: “Necesito de tu amor más que del aire para respirar”. No me acuerdo con cuál miembro del “correo estudiantil” le mandé la carta. Pero sí me acuerdo de que la respuesta tardaba… Días después, me llegó el “chimento”: ¡No, ella no quería saber nada! Y yo tocaba en el violín Penas de amor, de Fritz Kreisler…

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