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−Sí, tiene razón, profesor −fue mi “inocente” respuesta.

No tengo ninguna duda de que mis padres, allá en Reconquista, habían orado por mí, y que un ángel del Señor me hizo ver la espiral entre los yuyos, que todavía humeaban, y me alejó inmediatamente del lugar. La tarde de ese mismo día, los muchachos me trajeron esquirlas de hierro y pedazos de la “bomba” que habían encontrado a más de cien metros de distancia. No tengo dudas, aquella vez Dios me salvó la vida. “¡Gracias a Dios por su don inefable!” (2 Cor. 9:15). “Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia” (Jer. 31:3).

Semanas más tarde, mientras íbamos caminando para celebrar el culto vespertino, un grupo de cuatro muchachos vimos cómo la campana de la institución producía su metálico sonido, balanceándose sobre la chimenea de la cocina. Y como era de temer, se nos ocurrió una idea “brillante”: “¡Qué lindo sería atar la campana, una noche de estas, para que no nos despierte a las 6!” En invierno, a esta hora era todavía noche cerrada.

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