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A los cuatro nos entusiasmó la idea. La usina del colegio apagaba los motores a las 22. Todo quedaba a oscuras, y ¡todos a dormir! A las 6, cuando las chicas que trabajaban en la cocina tocaban la campana tirando de un cable que bajaba hasta allí, los monitores de los hogares de niñas y de varones iban por los corredores tocando una campanita para despertar a todo el alumnado. Así que nos pareció “oportuno” primeramente silenciar las campanitas de las residencias estudiantiles, y después atar la campana de la chimenea.

La campanita del Hogar de Varones fue muy fácil de acallar: la escondimos en el entretecho. La campanita del Hogar de Niñas presentaba un mayor desafío. Yo la había visto en el segundo peldaño de la escalera que llevaba al piso de arriba. Así que entré por una ventana del Hogar de Niñas, a una pieza donde había un piano (era un aula de música), y de allí, gateando, fui hasta la escalera, y tanteando en el segundo escalón, levanté la campanita, tomé el badajo para que no hiciera ruido, la llevé al aula de música y la dejé en un cajón, debajo de unos libros.

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