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Ella, revisando la cabaña encontró una bolsita con papas. Con el calentador Primus a querosén cocinó algunas, y comimos papas hervidas y queso.

Sabíamos que cerca de la cabaña vivía una familia amiga del dueño, y decidimos visitarlos y contarles que estábamos de luna de miel. Nos atendieron muy amablemente, y nos ofrecieron unos pedazos de pan dulce. Yo tomé uno y Jenny miró bien cuál era el más grande y se sirvió.

Agradecidos por haber comido algo muy rico, nos despedimos, y el dueño de casa muy bondadoso, nos dijo: “No, no, no se vayan. Les quiero regalar una gallina” y, sin esperar un segundo, agarró por la cabeza a una gallina, la reboleó para matarla, y me la dio. No tuvimos más remedio que aceptarla, ya estaba muerta. Le agradecimos y nos fuimos.

Ni a Jenny ni a mí nos gustaban las gallinas, y aunque teníamos hambre… ¿Nos pondríamos a desplumarla, a sacarle las vísceras y a cocinarla? ¡No! Cuando volvimos a la cabaña, la tiramos detrás de un yuyal para que nadie la viera. Por supuesto, al día siguiente pusimos la banderita blanca en el atracadero de la cabaña para que la primera lancha parara y nos llevara.

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