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“Ha estado conmigo el ángel del Dios de quien soy y a quien sirvo, y me ha dicho: ‘Pablo, no temas; es necesario que comparezcas ante César; además, Dios te ha concedido todos los que navegan contigo’. Por tanto, tened buen ánimo, porque yo confío en Dios que será así como se me ha dicho’ ” (Hech. 27:23-25).

“El Dios de quien soy y a quien sirvo”. ¡Qué declaración tan poderosa! Recordemos que Pablo era uno de los prisioneros a bordo. ¿Y qué dice este “prisionero”? Dice: “Soy de Dios y sirvo a Dios. Y ese Dios a quien obedecen los vientos me ha comunicado, por medio de su ángel, que ninguno de ustedes va a morir. Por lo tanto, ¡anímense!”

¿Sabes lo que más me gusta de este relato? Que tú y yo también podemos, en este instante, decir como Pablo: “Soy de Dios, y sirvo a Dios”.

Sea que sople la brisa fresca o que nos golpee la tempestad, pertenecemos a Dios por creación y por redención. Este es nuestro mayor privilegio. Un privilegio que ningún poder en esta Tierra nos puede arrebatar.

¿Se puede pedir más?

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