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Porque si juzgasen de la apariencia racional, dirían lo contrario; es decir, que la nobleza es causa de éstas, como más abajo en este Tratado se verá.

Y como yo, según puede verse, no hablo contra la reverencia del filósofo al reprobar tal, así tampoco hablo contra la reverencia del imperio, y quiero explicar la razón. Mas cuando se habla, ante el adversario, el retórico debe usar mucha cautela en su discurso, a fin de que el adversario no tome de aquí ocasión para empeñar la verdad. Yo, que hablo ante tantos adversarios en este Tratado, no puedo hablar brevemente. Por lo cual, si mis digresiones son largas, nadie se maraville. Digo, pues, que para demostrar que no soy irreverente en la majestad del imperio, primero se ha de ver qué es reverencia.

Digo que reverencia no es otra cosa que acatamiento de sujeción debida por signo manifiesto. Y visto esto, hay que distinguir entre lo irreverente y lo no reverente. Irreverente quiere decir privación, y no reverente, negación. Y por eso la irreverencia es desacatar la sujeción debida con signo manifiesto; la no reverencia es negar la sujeción indebida. Puede el hombre rechazar una cosa de dos maneras: de una, puede el hombre desmentir no ofendiendo a la verdad, cuando se priva del debido acatamiento, y esto es propiamente desacatar; de otra manera puede el hombre desmentir no ofendiendo a la verdad, cuando aquello que no es no se confiesa; y esto es propiamente negar; como decir el hombre que es del todo mortal, es negar propiamente hablando. Por lo cual si yo niego la reverencia al imperio, no soy irreverente, sino que soy no reverente; porque no es contra la reverencia, como quiera que no la ofende, del mismo modo que el no vivir no ofende a la vida, mas sí la ofende la muerte, que es privación de aquélla; de aquí que una cosa sea la muerte y otra no vivir; que no vivir es el de las piedras. Y por eso muerte quiere decir privación, que no puede existir sino en el sujeto del hábito, y las piedras no son sujeto de vida; por lo cual no puede decírseles muertas, mas que no viven. Igualmente yo, que en este caso no debo guardar reverencia al imperio, se la niego; no soy irreverente, mas soy no reverente, lo cual no es arrogancia ni cosa merecedora de vituperio. Mas sería arrogancia el ser reverente, si reverencia se pudiera llamar, porque en mayor y más verdadera irreverencia, se caería; es, a saber: de la naturaleza y de la verdad, como más adelante se verá. De caer en esta falta se guardó Aristóteles, maestro de filósofos, cuando dice al principio de la Ética: «Si son dos los amigos y uno es la verdad, a la verdad ha de consentir».

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