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-De haber estado usted en Lisboa, la primavera última, Federico, hubiera tenido que dar usted pasaje a Lady Mary Grierson y a sus hijas.

-¿En serio? ¡Pues me alegro de haber entrado una semana después!

El almirante le echó en cara su falta de galantería. El capitán se defendió, alegando, sin embargo, que de buena voluntad jamás consentiría mujeres a bordo, excepto para un baile o una visita de algunas horas.

-Si usted conociera -dijo-, comprendería que no hago esto por falta de galantería. Es por saber cuán imposible es, pese a todos los esfuerzos y sacrificios que puedan hacerse, proporcionar a las mujeres todas las comodidades que merecen. No es falta de galantería, almirante; es colocar muy en alto las necesidades femeninas de comodidad personal, y esto es lo que yo hago. Detesto oír hablar de mujeres a bordo, o verlas embarcadas, y ninguna nave bajo mi comando aceptará señoras, mientras pueda evitarlo.

Esto llamó la atención de su hermana.

-¡Oh, Federico! No puedo comprender esto en ti; son refinamientos perezosos. Las mujeres pueden estar tan confortables a bordo como en la mejor casa de Inglaterra. Creo haber vivido a bordo más que muchas mujeres, y puedo asegurar que no hay nada superior a las comodidades de que disfrutan los hombres de guerra. Declaro que jamás ha habido galanterías especiales para mí, ni siquiera en Kellynch Hall -dirigiéndose a Ana-, que pudieran compararse a las de los barcos en los que he vivido. Y creo que éstos han sido unos cinco.

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