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-¡Oh!, me gustaría ir con ustedes; me gusta muchísimo caminar.
Ana se convenció, por las miradas de las dos hermanas, que aquello era, ni más ni menos, lo que deseaban evitar, y se asombró una vez más de la creencia que surge de los hábitos familiares de que todo paso que damos debe ser comunicado y realizado en conjunto, a pesar de que no nos agrade o nos cree dificultades. Trató de disuadir a María de compartir el paseo de las hermanas, pero todo fue inútil. Y siendo así, pensó que lo mejor sería aceptar la invitación que las Musgrove le hacían también a ella, ya que por cierto era mucho más cordial. Con ella podría volverse su hermana y dejar a las Musgrove libres para cualquier plan que hubiesen trazado.
-¡No sé por qué suponen que no me gusta caminar! -exclamó María mientras subían la escalera-. Todos piensan que no soy buena para ello. Sin embargo no les hubiera agradado que rechazara su invitación. Cuando la gente viene expresamente a invitarnos, ¿cómo podemos rehusar?
Justo al momento de partir, volvieron los caballeros. Habían llevado consigo un cachorro que les había arruinado la diversión y a causa del cual regresaban a casa temprano. Su tiempo disponible y sus ánimos parecían convidarlos a este paseo, que aceptaron sin vacilar. Si Ana lo hubiese previsto, ciertamente se hubiera quedado en casa; la curiosidad y el interés eran lo único que la llevaba con gusto al paseo. Pero era demasiado tarde para echar pie atrás, y los seis se pusieron en marcha en la dirección que llevaban las señoritas Musgrove, quienes al parecer se consideraban encargadas de guiar la caminata.