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Ana no deseaba estorbar a nadie, y, por ello, en los recodos del camino se las ingeniaba para quedarse al lado de su hermana. Su placer provenía del ejercicio y del hermoso día, de la vista de las últimas sonrisas del año sobre las manchadas hojas y los mustios cercados, y del recuerdo de algunas descripciones poéticas del otoño, estación de peculiar e inextinguible influencia en las almas tiernas y de buen gusto; estación que ha arrancado a cada poeta digno de ser leído alguna descripción o algunos sentimientos. Se ocupaba cuanto podía en atraer estas remembranzas a su mente; pero era imposible que estando cerca del capitán Wentworth y de las hermanas Musgrove no hiciera algún esfuerzo por oír su charla. Nada demasiado importante pudo escuchar, sin embargo. Era una plática ligera, como la que pueden sostener jóvenes cualesquiera en un paseo más o menos íntimo. Conversaba él más con Luisa que con Enriqueta. Luisa, sin duda, le llamaba más la atención. Esta atención parecía crecer y hubo unas frases de Luisa que sorprendieron a Ana. Después de otro más de los continuos elogios que se hacían al hermoso día, el capitán Wentworth señaló:

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