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—No tiene importancia —manifestó la cigüeña, que volaba cerca de ellos—. Me agrada ayudar a quien lo necesita. Pero ahora tengo que irme porque me aguardan mis pichones en el nido. Espero que encuentren la Ciudad Esmeralda y que Oz les ayude.

—Gracias —respondió Dorothy cuando el ave se elevaba más en el aire y partía rauda por los cielos.

Siguieron su marcha entretenidos con el canto de los pájaros y el bello espectáculo de las flores ahora tan abundantes que formaban una tupida alfombra sobre el terreno. Eran pimpollos grandes, amarillos, blancos, azules y purpúreos, y entre ellos crecían profusos montones de amapolas tan rojas que su brillo enceguecía casi a Dorothy.

—¿No son hermosas? —dijo la niña, aspirando la fragancia embriagadora de aquellas flores.

—Supongo que sí —contestó el Espantapájaros—. Cuando tenga cerebro es probable que me gusten más.

—Si yo tuviera corazón sabría apreciarlas —dijo por su parte el Leñador.

—A mí siempre me gustaron las flores —terció el León—, sobre todo porque parecen tan frágiles e indefensas. Pero en el bosque no las hay tan coloridas como éstas.

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