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—Si la dejamos aquí se morirá —dijo el León—. El olor de las flores nos está matando a todos. Yo mismo apenas si puedo mantener los ojos abiertos, y el perro ya se ha dormido.

Era verdad; Toto había caído junto a su amita. Pero como el Espantapájaros y el Leñador no eran de carne y hueso, no se sentían molestos por el aroma de las flores.

—Echa a correr —dijo el Espantapájaros al León—. Sal de entre estas flores lo más pronto que puedas. Nosotros nos llevaremos a la niña, pero si te duermes tú, no habrá forma de cargarte, pues eres muy pesado.

Así, pues, el León hizo un esfuerzo por despertar totalmente y echó a correr a todo lo que daban sus patas, perdiéndose de vista en pocos segundos.

—Hagamos una silla con las manos para llevarla —propuso entonces el Espantapájaros.

Sin perder tiempo, recogieron a Toto y lo pusieron sobre el regazo de Dorothy. Luego formaron una silla con sus manos y entre ambos se llevaron a la niña. Marcharon y marcharon sin que pareciera que la gran alfombra de aquellas peligrosas flores terminara nunca. Siguieron la curva del río y al fin encontraron a su amigo el León que yacía dormido entre las amapolas. Las flores habían resultado demasiado potentes para la enorme bestia, la que terminó por rendirse y caer a poca distancia de donde terminaba aquel jardín fatal.

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