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Jo se sentía pagada pudiendo proporcionar a su querida madre un bienestar material, que tan merecido tenía. Disfrutaba al verla sentada apaciblemente en su habitación, o dedicándose a obras de caridad que tanto placer le causaban. Poder proporcionar todo esto a aquella santa mujer, darle una vejez dichosa, era un pago completo a todos los esfuerzos. Jo no deseaba nada mejor.

Esto era lo bueno que había obtenido de su éxito como escritora. Pero, como todo en la vida, también había una parte que si no podía calificarse de mala, sí en cambio era molesta y engorrosa. Por ejemplo: la esclavitud que impone la fama. El público era un poco como propietario del pasado, presente y futuro de Jo. Por el solo hecho de haber leído sus novelas ya ¿se consideraban con derecho para escribirle e importunarla con peticiones, advertencias, críticas, elogios, consejos… Personas que ella no conocía debían ser atendidas casi como amigas de toda la vida, porque rechazarlas era tanto como exponerse a ser llamada orgullosa. Las peticiones para obras de caridad le llovían continuamente y era delicado tratarlas. Porque, por mucho que Jo se esforzaba, no podía remediar todas las calamidades que le comunicaban y, cuando debía reducir o suprimir sus dádivas, se la llamaba avara, egoísta…

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