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Para dar una idea del estado a que llegaron las cosas, bastará detallar lo que ocurrió un día. Una jornada cualquiera, en la que Jo se sintió una vez más víctima de sus admiradores.

―Hace falta una ley que proteja a los desgraciados autores ―se lamentó Jo ante un enorme montón de cartas que acababa de recibir―. Es importante que se defiendan los derechos de autor. Pero para mí lo es mucho más que se defienda mi tiempo. ¿No dicen que el tiempo es oro? ¿Y que la paz es salud? Pues no puedo disfrutar en paz de mi tiempo. Como si no me perteneciera. Dicen que son mis admiradores y obran como si fuesen enemigos, acosándome, atosigándome a todas horas y de todas formas. En ocasiones me dan ganas de refugiarme en la selva. Tal vez entonces podría respirar a pleno pulmón, sin que se me estudiara y observase. Ni siquiera en América, la libre América, es libre una persona de cerrar las puertas de su casa a quien le resulte molesto.

Mientras hablaba así, Jo leyó con desgana alguna de las cartas. Luego prosiguió:

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