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Con la mejor buena fe del mundo aquellos muchachos ofrecieron a Jo sus variadísimos obsequios: una colección de mariposas, una tórtola enjaulada, una cesta hecha con mimbres, un banderín del colegio, un castillo de papel… Jo saludó a los muchachos uno por uno, y les agradeció sus atenciones.

Pero cuando terminó pudo darse cuenta que sobre la mesa aparecía un considerable montón de tarjetas para que ella les dedicase una frase y un autógrafo. Ahora le tocaba a ella.

Resignadamente, Jo satisfizo la petición de aquellos muchachos.

Por fortuna salió entonces el sol, y brilló el arco iris con todo su esplendor. Los maestros decidieron que era el momento apropiado para marcharse.

Antes, no obstante, entonaron un himno en honor de Jo, «la insigne escritora», con más voluntad que acierto. Las voces eran potentes, seguramente demasiado, pero desafinaban con extraordinario acierto.

―¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra!

Cuando se hubieron marchado, Jo miró desolada alrededor suyo. Se necesitarían horas y horas de enérgica limpieza para remediar los efectos de aquella ruidosa visita.

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