Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн

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―Pues es cierto. Dice Dan que así podrá modelarla.

En efecto, eso repitió Dan una y otra vez a la indignada Bess.

―Piensa, Bess, que no progresarás si te empeñas en modelar siempre angelitos y gatitos. Debes intentar algo de más carácter, fuerte, vigoroso. Yo creo que una cabeza de búfalo…

―Muy bien. Puedo probar. Y cuando me canse colgaré esta cabezota en un lugar preferente para que nos recuerde a ti.

Dan se puso a reír a grandes carcajadas del enfado de Bess, que la niña se esforzaba en disimular, sin conseguirlo.

―Ya me doy cuenta de que no te agrada, y lo siento. Tomo nota para no invitarte a mi granja del Oeste, si es que llego a tenerla. Sería muy ordinaria para ti, ¿verdad?

―No me preocupa en absoluto. Voy a ir unos años a Roma. Lo mejor del arte universal puede encontrarse allí. No basta una vida entera para gozar tanta belleza.

―No digo que Roma no tenga cosas bonitas ―insistió Dan, medio convencido y en parte también para enfadar a Bess―, pero la Naturaleza ofrece cosas que no tienen rival. Piensa en un caballo al galope, libre y feliz en una pradera inmensa; las crines al viento, la armonía en todos sus movimientos. Si no encuentras belleza en ella, me doy por vencido. Es que no puedes encontrarla en nada.

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