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Desde la estufa, cayó pesadamente al suelo, sangrando abundantemente por la cabeza y quedando inmóvil. En un instante se armó un tumulto espantoso. Dan cogió a Blair por un hombro. Con firmeza le ordenó:

―No te preocupes por mí. ¡Escápate!

Así lo hizo el muchacho, perdiéndose de vista. Dan, en cambio, permaneció allí, y se dejó detener. Pasó la noche en la comisaría.

Días después fue juzgado por homicidio involuntario y condenado a un año de trabajos forzados y ello gracias a la existencia de circunstancias atenuantes.

En el juicio, Dan dio como suyo el nombre de David Kent, con objeto de que sus amigos no se enteraran de los hechos en el caso de que la prensa relatase lo sucedido.

Sabía positivamente que si avisaba al señor Laurence acudiría en su auxilio inmediata y eficazmente. Pero no quiso pasar por la vergüenza.

―No he sabido contenerme, mía es la culpa. Mío debe ser el castigo.

Pese a estos pensamientos, a punto estuvo de enloquecer durante su encierro. Paseaba por la celda como una hiena enjaulada, con gran regocijo del carcelero, hombre duro y cruel.

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