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Aquellas palabras llegaron al corazón de Dan, y borraron todos sus deseos de evasión. Cuando estaba en la celda meditando llegó el capellán del penal.
―Mason acaba de fallecer, Kent.
―Era un buen hombre. Lo siento mucho. De verdad.
―Antes de morir me dejó un encargo. Me pidió que te dijera: «No lo hagas, Kent. Pórtate bien y espera al fin de la condena.»
Dan no respondió.
―Espero que no decepcionará al hombre que le dedicó su último pensamiento. Adivino que desea escapar. Rechace esta idea. Aunque lo consiguiese, lo cual es prácticamente imposible, el fugarse le haría más mal que bien. Los caminos honrados estarían decididamente cerrados para usted y siempre más viviría perseguido por los hombres y por su propia conciencia. No lo dude ni un momento.
Aquellas dos circunstancias influyeron en Dan, que se avino a charlar de vez en cuando con el capellán, que lentamente y gracias a su extraordinaria bondad fue curando aquellas heridas espirituales.
Las horas de desesperación, el deseo casi doloroso de salir a los grandes espacios, de huir y gritar, siguieron presentándose de vez en cuando. Pero cada vez que Dan dominaba estas inclinaciones, modelaba en realidad una voluntad de hierro que le convertía en un auténtico hombre.