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El capellán de la cárcel, por el contrario, era dulce y bondadoso. Trató de consolar a Dan, pero hubo de desistir por hallarle impenetrable a las buenas palabras. Con muy buen sentido, aquel sacerdote pensó que el duro trabajo aplacaría aquel carácter indomable.
Dan fue destinado a una fábrica de escobas. Buscó consuelo en la actividad y trabajó incansablemente. Ello le granjeó la aprobación del maestro, pero también la rabia y el desprecio de los penados, que se veían puestos en evidencia por él.
Un día y otro día. Semana a semana… Escobas, escobas… Silenciosos paseos por los patios carcelarios, siempre en fila india, entre criminales de lo más abyecto; era un tormento físico y moral insufrible para Dan.
―Lo soportaré sin quejarme ―se decía a cada momento.
Pero había tal brillo en sus ojos cuando veía una injusticia o una brutalidad, que los guardianes comentaban entre sí:
―Ése es peligroso. Cualquier día estallará.
En la cárcel había un hombre llamado Mason, cuya condena estaba pronta a expirar. Sin embargo, era evidente que por próximo que estuviera su fin, difícilmente llegaría a vivirlo, porque su salud estaba quebrantadísima.