Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн

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―¡Oh, sí! Mereces mil veces la mejor.

―John, por favor, ten prudencia. Los demás se reirían y no podemos consentir que se rían de eso que tanto vale para nosotros.

El muchacho se contuvo. Calló, pero en su mirada había todas las promesas de felicidad que sus labios deseaban también convertir en palabras.

―Pero somos muy jóvenes aún…, será preciso esperar… y sabremos hacerlo, ¿verdad?

―Sí, Alicia. Lo que tú dispongas.

Como acostumbraba a suceder con rara frecuencia, Tom Bangs fue inoportuno una vez más. Sin darse cuenta en absoluto de la intimidad de aquella pareja fue hacia ellos.

―No lo soporto más. Por todas partes oigo hablar de filosofía, de educación, de arte… ¿Por qué no habrá un poco de música? ¡Eso mismo! Alicia, ¿quieres cantarnos algo?

La muchacha vio en aquella propuesta la solución para decir a John lo que aún no le había dicho. Así, pues, aceptó.

Interpretó con excelente estilo, mejor voz y una vibración interior que sólo dos personas comprendían, una bonita canción, a la que arregló la letra sobre la marcha.

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