Читать книгу 100 Clásicos de la Literatura онлайн
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Las esposas de los mineros besaban su rostro y sus manos, ennegrecidas y manchadas de sangre. Los dueños de la mina prometieron recompensarle espléndidamente.
―Lo sabía. Lo sabía. Ese chico tenía que hacer algo grande… si antes no le pegaban un tiro o le ahorcaban por alguna de sus locuras. Ahora tiene que vivir con nosotros. De esta forma se recuperará totalmente.
Teddy la estaba incitando.
―Debieras ir a curarle, mamá. Yo te acompañaré. Sabes que Dan me quiere más que a nadie, y le agradará verme.
Laurie entró en la habitación con un periódico en la mano.
―¿Conoces la noticia, Jo? ¿Qué te parece? ¿Me marcho ahora mismo a cuidar de este valiente?
―¡Ojalá pudieras hacerlo! Pero a lo mejor es sólo un rumor.
―He telefoneado a John para que lo compruebe. Si es verdad me marcharé inmediatamente. Si puede ser le traeré aquí; si no se le puede trasladar, me quedaré con él.
―¿Podré acompañarte, tío? Yo le podría cuidar muy bien, ¿verdad, Rob?
―Sí. Pero si mamá no te deja, estoy dispuesto a ir yo.