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«Encontré a Ted en el tren. Me lo llevo. Escribo.
T. Laurence»
Rob dijo juiciosamente:
―Teddy ha emprendido el vuelo antes de lo que suponías, pero va en buena compañía. Además, a Dan le alegrará tenerle consigo.
Jo oscilaba entre la furia y la inquietud.
―Cuando vuelva, le castigaré severamente. Mira que si le pasara algo. ¡Pobre hijo mío! Si es un niño todavía… ¡Pobrecillo! La culpa la tiene Laurie. Debe estar divirtiéndose con la travesura. Ya le apañaré también.
Así era. Laurie se divertía extraordinariamente con Teddy. Se sorprendió al verle en la estación, sin más equipaje que una botella de vino reconstituyente para Dan dispuesto formalmente a emprender el viaje.
Le gustó la decisión de su sobrino, un chiquillo aún. La entereza y el valor que demostraba y, especialmente, el que su acto estuviera guiado por el afecto hacia otra persona, en ese caso Dan.
Siendo como era un hombre generoso, Laurie admiraba a los generosos. Así es que no lo pensó más. Decidió llevar consigo a Ted.
Después de un largo viaje localizaron a Dan. Cuando llegaron a su lado estaba realmente enfermo. Tan enfermo que pasó varios días en pleno delirio sin conocer ni al señor Laurence ni al «león».