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―Me acostumbré a pensar que yo era Fronda y que veía el resplandor del cabello de Aslaugha, que me prometía una nueva vida lejos de aquellos muros. La imaginaba en una de las pocas estrellas que el estrecho ventanuco de mi Calabozo me permitía ver. Usted dirá que todo eso son tonterías, ¿verdad? Quizá tenga razón. Pero en todo caso, esas tonterías obraron el milagro de contener mis ímpetus, de que me esforzase en dominar mi carácter desbocado, en ser mejor, en aceptar con humildad el castigo, en proyectar una nueva vida de honradez, trabajo y ayuda a mis semejantes.

Se enardecía mientras hablaba, le brillaban los ojos de apasionamiento.

―Si eso son tonterías, ¡benditas sean! No me las quite. Con ellas no hago mal a nadie. No me aconseje que borre esta ilusión de mi corazón. Poco importa que no pueda ser nunca realidad. Pero necesito amar algo y prefiero estar enamorado de una quimera, como Fronda lo estaba de un espíritu, que de cualquiera de esas chicas vulgares a las que yo compararía a todas horas con la maravillosa «Princesita».

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