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Lo habría conseguido plenamente de no ser porque la misma Bess, sin darse cuenta, provocó la reveladora reacción.

Dan le había cogido la mano sosteniéndola con delicadeza. Sonriendo con tristeza le dijo:

―Adiós, «Princesita», adiós. Si no volviéramos a vernos, acuérdate alguna vez del viejo Dan.

Ella, pensando que su pesimismo se refería a su quebrantada salud actual, le contestó cariñosamente:

―¿No volver a vernos? ¡Dios no lo querrá así! Estamos muy orgullosos de ti y para nosotros siempre será una felicidad tenerte aquí. No lo dudes ni un momento, Dan.

Aquella mirada llena de sincero y puro afecto hizo comprender a Dan, más que nunca, lo que estaba perdiendo con aquella separación.

Hubo una lucha en su interior. Súbitamente, tomó entre sus manos aquella cabecita dorada y besó con veneración, casi con adoración y con el máximo respeto, aquellos cabellos cuyo recuerdo le acompañaría toda la vida.

La única palabra que dijo pareció más bien un sollozo.

―¡Adiós!

Y ocultando el rostro a la sorprendida mirada de Bess huyó corriendo a encerrarse en su habitación, donde nadie podría ver su cruel sufrimiento.

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