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Y el 15 de noviembre de 1237 –apenas dos años después de la muerte de Beatriz–, Fernando contrajo segundas nupcias con Juana de Ponthieu. La boda se realizó en Burgos, en un ambiente solemne y pomposo.
Los castellanoleoneses tuvieron nueva reina.
Doña Berenguela podía celebrar otra partida ganada.
Aunque con este matrimonio, el adolescente Alfonso iba a convertirse en la pieza de un juego insólito.
Padre e hijo, y concuñados
De ella se decía que era muy bella y dulce, pero se diferenciaba de su antecesora por poseer un carácter impetuoso, una exaltada vitalidad, una notable desinhibición. Y aunque también se mantuvo al margen de la política regia, se benefició ventajosamente con el proceso conquistador que llevaba adelante su esposo. El rey le concedería enormes propiedades en los repartimientos de tierras que haría a medida que iba ganándoselas a los moros.
A poco de haberse casado, sin embargo, surgió una duda que tal vez le inquietara el sueño a doña Juana. Más tarde o más temprano, ella iba a heredar el condado de Ponthieu y, a su turno, debería recibirlo el primer vástago que naciera de su matrimonio con Fernando. Pero ¿qué ocurriría si ella o su marido fallecían sin haber tenido descendencia? El vínculo de Castilla y León con Ponthieu desaparecería. Y si bien el condado no era privilegio de los vástagos anteriores del castellanoleonés –en particular de su primogénito Alfonso–, este pasaría a ser patrimonio de algún indeseado pariente de la reina y no de un descendiente directo o más cercano a ella.