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No obstante, Alfonso se presentó como la solución al dilema. Sí, porque se decidió que el infante, que en ese momento acababa de cumplir dieciséis años, se casara con Felipa de Dammartin. También llamada Felipa de Ponthieu, por entonces rondaba los cinco o seis años, y era ni más ni menos que la hermana menor de la madrastra.

Se suscribió un acuerdo mediante el cual, luego de conseguir la dispensa papal para el enlace, padre e hijo quedaron como futuros concuñados. Llamativa situación. Pero el arreglo garantizó que a través del vínculo con una Ponthieu, cuando Alfonso llegara a ser rey tendría control sobre ese territorio y, a su turno, este pasaría a manos del heredero que naciera del matrimonio con Felipa.

La solución tuvo corta vida. Al año de haber contraído nupcias, en 1238, a Fernando y a Juana les nació el primer hijo. Lo llamaron igual que el padre: Fernando. Así, la sucesión del condado quedó garantizada, lo cual se vio reforzado en lo sucesivo con la llegada de otros tres descendientes de la pareja que sobrevivieron al parto: Leonor (1240), Luis (1242) y Simón (1244).

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