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Eso, por no hablar de los significados que cambian con nosotros. Para mi padre la palabra pantalla remitía a cine, y en cambio para mi hija lo hace a teléfono. Quienes lo llevan al extremo -e implica evidentes complicaciones administrativas- son los ayoreos de El Chaco. A lo largo de su vida van cambiando su propio nombre (el propio) conforme van creciendo. Una amiga conoce a un líder ayoreo con cinco cédulas de identidad que corresponden a cinco nombres distintos de cinco momentos diferentes de su vida. Al fin y al cabo no es una lógica tan diferente a nuestro nombre de soltera o a que Muhammad Ali se llamara unos años antes Cassius Clay.

Mención aparte merecen las lenguas criollas. En Guinea Ecuatorial el pichi o pidgi es tan popular o más que el castellano. Su origen, como el del creole -el francés criollo de Haití-, proviene de contextos impuestos. Casi siempre, la esclavitud. Imagínese cómo debían de ser las cosas en los barcos negreros, donde convivían y se vieron obligados a entenderse personas de orígenes y lenguas diferentes. El pichi es en sí mismo una rebeldía frente a todas las gramáticas. Paradójicamente, un acto de libertad. Y un ejercicio pragmático de destrucción del inglés victoriano.

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