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—En ese caso, te escucho.

Trago saliva. Por mucho tiempo que haya pasado, aún conserva ese «algo» que me hace sentir que puedo confiar en él. Y es muy peligroso.

—Me perdí a mí misma cuando llegué a la ciudad —confieso, sin rodeos. No tiene sentido maquillar la realidad—. Arrastraba problemas de ansiedad desde el instituto que empeoraron cuando os marchasteis. Quise buscar ayuda profesional, pero mis padres no me dejaron. Acabé yéndome a Mánchester y, cuando pasaron unos meses y me di cuenta de lo sola que estaba, decidí tirar la toalla. Mi vida empezó a consistir en salir con chicos, ir a fiestas y beber. No estudié para los exámenes y suspendí todas las asignaturas. También dejé de dibujar. Cuando mis padres me llamaron para averiguar qué diablos pasaba, les dije que quería dejar la universidad.

—¿Por eso ahora estás aquí? —inquiere y asiento con un nudo en la garganta.

No he querido dar más detalles ya que no soportaría que supiera lo ingenua que fui. Y tampoco que confié en quien no debía porque estaba desesperada por olvidarlo y que, aunque las consecuencias podrían haber sido mucho peores, ahora me cuesta horrores salir de noche sin pensar en que podría pasarme lo mismo.

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