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A los pocos minutos entraron en un contiguo cuyos andenes parecían estar fuera de servicio. La visión de los mismos y de los primeros guardias de fronteras sobre el apeadero confirmó el resto.

—Hoy no sé si desayunaremos. ¿Habéis contado cuántos son?

—Un montón —indicó David—. Al menos treinta o cuarenta. Y tienen el mismo aspecto que los alemanes. ¡Ah! —Se sacudió en la frente—. ¿Y de los alemanes qué?

—No lo sé —confirmó la madre—, pero estoy segura de que ya estamos en Zúrich. Lo que no entiendo es que la mayoría de los carteles que he visto, por no decir todos, están escritos en alemán. ¿No te has fijado, Daniel?

—Sí, es cierto. Vamos a ver si mientras dormíamos no han desviado el tren para Alemania. Estaría bueno —comentó pensativo, dentro de una evidente preocupación, aunque no quiso hacer más comentarios—. Ahora toca esperar.

Daniel, curioseando, sacó la cabeza por el pasillo del vagón y confirmó que no existía ningún tipo de movimiento. De cualquier manera, las indicaciones que había recibido el pasaje se asentaban en que nadie podría descender de los vagones hasta nuevo mandato. Y dispuso el cumplimiento de modo firme para él y todos los suyos. En ocasiones, un paseo por el andén, aunque solo fuera para estirar las piernas y respirar el aire contaminado de las estaciones, podría hacer un bien para cualquier cuerpo de humano, pero comprendía que, en la situación que preexistían, el cumplimiento de las normas debería ser obligatorio y taxativo.

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