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—Todo en orden por aquí. Gente importante. —Seguidamente devolvió a Daniel la documentación exhibida, así como el pasaporte familiar.

—Que tengan muy buen viaje. Cualquier cosa que necesiten, estaré a su disposición hasta la estación de Ginebra.

Los Venay le miraron con gratitud, con reconocimiento, por saber que hasta Ginebra contarían con la presencia de alguien que los protegería y con quien podrían entenderse con mayor facilidad a pesar de las diferencias idiomáticas que los separaban dentro de un mismo idioma. Además, y de manera involuntaria, les indicaba que el convoy estaría escoltado por guardias suizos hasta completar su recorrido por territorio helvético.

Salieron a media tarde. El viaje iniciaba su andadura por tierras helvecias, desde donde conseguirían llegar a la parte final de su éxodo proyectado. Hacía sol. Concebía indolencia, pero los rayos solares envolvían el departamento de un regocijo incorpóreo, casi trémulo, que estremecía a sus ocupantes. Suiza, la intersección de su territorio, la consideraban el principio del fin de sus males, de sus penurias, de las carencias que un simple nacimiento equívoco para unos, los alemanes, podría sumir a todo un pueblo en una convulsión continua y en la sublevación brutal contra sus gentes. Un pueblo, el judío, cuyo único pecado radicalizado en la tierra de los humanos había sido, precisamente, su desnaturalización, su destierro perenne por los siglos de los siglos y el desarraigo perpetuo, que en ningún caso ayudaba a dispensar una pureza de estirpe debido a una indeseada, y a la vez artificial, expatriación.

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