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Pero había más. Durante el almuerzo, con el convoy estacionado, tuvieron una sorpresa no concebida. Llegaron al vagón de servicio, se sentaron en la mesa que les había sido asignada y pocos instantes después un señor mayor, de imagen iletrada, se sentó en la mesa de su lado. Cuando llegó el doméstico, que hacía las veces de camarero, le indicaron que en la mesa se sentaban los señores. El sirviente, haciendo caso omiso, les informó de que la señora no se encontraba demasiado bien y habían solicitado el cambio de turno, por lo que difícilmente volverían a encontrarse, a no ser en una visita acordada en su departamento. Daniel, que siempre tenía la mente emplazada alrededor del detalle, pensó que la investigación de los «cucos» habría resultado baldía e intentarían buscar a otros candidatos inciertos para cumplir con su quehacer. Para él, resultaba demasiado evidente que tan pronto como la investigación sobre su familia y él mismo se convertía en humo, Zoltan se alejara de ellos como si fueran seres inicuos. El desarrollo de sus actos se convertía en ignominioso observado desde cualquier punto de vista. Había quedado demostrado que Zoltan era quien ellos mismos habían definido como un delator al servicio de los «cucos».

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