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—Pero papá, no me has contestado a la pregunta.

—Bueno, estamos en Zúrich. Ya has visto los carteles de la estación.

—Es lo único que he visto: los andenes, las vías de tren y a lo lejos las colinas que se observan. Parece que la ciudad está metida dentro de una alberca y rodeada de frondosos montes. Es todo lo que se ve desde aquí.

—Es todo, David. Sabes que no existe autorización para pisar los suelos suizos. Y debemos cumplir lo que nos indican.

—De acuerdo, pero es una pena.

El chico tenía toda la razón. Estar al lado de una preciosa ciudad del centro europeo y no poder dar dos pasos en su conocimiento, aunque breve, se tornaba en una especie de impotencia para la mentalidad de un adolescente. Luego, durante todo el trayecto, había comprobado por sí mismo que la guerra de la que se hablaba no se hallaba vigente por donde el tren había atravesado. Eso sí, se veían muchos militares en todas y cada una de las paradas que habían realizado, pero su estatus más parecía abarcar el término de guardianes que de guerreros.

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