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Y de pronto alguien gritó la palabra mágica: «¡Ufá!».

Y allí estaba el alemán que, elevándose, con su estatura, por encima de todos, alargó su billete con su pasaporte y un billete de 20 dólares en su interior. Inmediatamente consiguió su tarjeta de embarque. Las siguientes fueron para Eloy y sus compañeros.

Aeroflot era en aquellas fechas mucho peor que una compañía del Tercer Mundo, era incalificable. Los respaldos de los asientos se caían, la alfombra del pasillo estaba levantada y el olor a sucio y podrido era inaguantable. Y aún les esperaba otra sorpresa a la llegada.

Al aterrizar y cuando aún estaban desabrochándose los cinturones de seguridad, vieron que los primeros en abandonar el avión eran los miembros de la tripulación. Eloy y sus compañeros se quedaron aturdidos y confusos y a punto de entrar en pánico pues se imaginaban lo peor. Todo fue una falsa alarma; al parecer, este proceder era norma habitual del personal de Aeroflot.

Los problemas continuaban, el personal que se había desplazado para recibirles desde Sterlitamak (1), la ciudad de destino final, ante la escasez de noticias había decidido regresar. Eso sí, se habían preocupado de que, al llegar, si llegaban, los alojaran en una habitación y avisaran a Sterlitamak de su llegada. Así que se vieron confinados en un lúgubre recinto del aeropuerto. Cuando preguntaron si había algún sitio donde tomar café la contestación fue «Net». Siempre se repetía la misma respuesta «Net». Tampoco había agua para beber, ni lavabo donde refrescarse.

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