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Vamos a nombrar a uno de ustedes para sacar las papeletas en que están escritos los nombres y yo propongo que, con la garantía de su natural inocencia, suba al estrado el opositor señor Castillo, en el que todos ustedes y el tribunal depositaremos nuestra absoluta confianza.
Y, en medio de estridentes y, para mí, molestas risas, que nada me favorecían en ningún sentido, ascendí al estrado, sacando una papeleta tras otra, empezando el primer ejercicio que cubrieron, en aquella sesión, los dos primeros opositores.
El salón donde se celebraban los ejercicios era una reducida cátedra de la mencionada Escuela Superior de Diplomática, muy conocida por mí, porque en ella estudié Paleografía con el gran paleógrafo don Jesús Muñoz y Rivero, instalada en los bajos de la universidad, cabiendo en ella escasamente los opositores, teniendo que permanecer el público de pie, incluso en el espacio que había entre los primeros asientos y el estrado, precisamente donde estaba colocada la mesa del opositor, con sus dos tradicionales vasos de agua cubiertos con sus azucarillos correspondientes y sus candelabros, iluminados con velas.