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El orden en que coloqué las papeletas me dio el gran resultado en su conjunto, pues la mayor parte de ellas eran verdaderos huesos, que como tales tanto el tribunal como los opositores conocían, apreciando todos cómo los «roí» cumplidamente, finalizando el ejercicio al discurrir sobre el teatro romano, enumerando las obras de los dos autores antes citados y exponiendo y enjuiciando los argumentos de cada una, salvando con el mayor cuidado sus escabrosas escenas, exponiéndolas sin desvirtuarlas en un léxico adecuado y no falto de ingenio, para evitar caer en grosería, motivando risas, muy distintas de las anteriores, en el auditorio, lo mismo que en el tribunal, inspiradas por la gracia de la obra y por la general aprobación a mi trabajo. «Como se ve –añadía yo– tenían mucha gracia las obras de estos dos grandes autores, que lograron deleitar con su ingenio al pueblo que entonces dominaba a un gran Imperio».
La impresión que produjo mi ejercicio me rehabilitó en el plan injustamente desnivelado en que se me había colocado, de tal modo que, con seguridad, hubieran seguido gozando todos de mi exposición inagotable de las obras de Plauto y de Terencio si el presidente no me hubiera interrumpido diciendo: «Ha pasado, con exceso, el mínimo del tiempo reglamentario que nos obliga a cortar la relación de los argumentos que, con tanto gusto, hemos oído al actuante y se levanta la sesión».