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Acudí puntualmente, dominado por una gran fe que se iba amenguando según se iban leyendo los nombres de los elegidos, hasta que, después del décimo o undécimo, no lo recuerdo bien, oí pronunciar el mío saltándoseme las lágrimas provocadas por la más grande emoción. Al fin mi fe y mi trabajo intenso me dieron el triunfo. Ya era bibliotecario y empezaba para mí una etapa que me ha seguido hasta la muerte, en la que mi trabajo sería respetado y remunerado, abriéndome las puertas de una consideración legítimamente ganada, gozando de una libertad personal de la que hasta entonces carecí.
En cuanto oí mi nombre me levanté, inopinadamente, salí del salón y eché a correr por los claustros de la Universidad, hasta ganar la puerta, siguiendo mi carrera por la calle de la Luna, y atravesando las calles de Fuencarral y Hortaleza, llegué a la de San Miguel, donde vivía doña Pepa con su hermana y sus sobrinos, entrando, dando voces: «Mamá Pepa –dije, balbuceando, dejándome caer sobre una silla–, ¡ya soy bibliotecario!».