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El alboroto que se armó no es para describirlo. Todos me abrazaban y me besaban, llenos de emoción y de alegría, que en doña Pepa se exteriorizaba bañándome con sus lágrimas y diciéndome:

–Escribe a casa, hijo, y di a tu madre si tenía yo razón cuando la dije que tú sabías, mejor que todos, lo que hacías.

–Así lo haré –dije con la mayor seriedad–, pero como ya soy funcionario del Estado, con sueldo, les pido cuarenta reales prestados para comprarme enseguida unos zapatos, porque estoy pisando hace días con los calcetines, y llevo los pies empapados de agua.

Y enseñé mis deteriorados zapatos, levantando los pies, y mostrando el sitio que cubrieron las suelas, añadiendo: «En estas condiciones me he preparado y hecho las oposiciones».

Las diez pesetas que me dieron me empujaron a la calle, enderezando mis pasos a la primera zapatería que tropecé, donde me compré unas botas. Nunca disfruté de mejor confort al ver mis pies abrigados y libres de la humedad de la calle, pues estaba lloviendo y así me presenté en casa, con mi habitual cara seria, conteniendo heroicamente la alegría interior que retozaba por todo mi cuerpo, de la que participaron todos mis maestros del colegio y demás personal, que aún guardaba el secreto en casa, esperando los acontecimientos cuando el hecho se descubriese.


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