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Aquello acalló las risas, surgiendo un significativo y espectacular silencio, pero yo, que era el presunto perjudicado, solucioné el incidente evitando el conflicto con la ingenuidad que me era propia, diciendo: «No merece la pena: yo no reclamaré, porque lo mismo me dan estas diez papeletas que voy a sacar que otras diez cualesquiera».
Mi franca afirmación produjo tal efecto que las risas y el barullo se convirtieron en un profundo silencio, en medio del cual saqué las diez papeletas, dirigiéndome seguidamente a mi mesa, dándome perfecta cuenta de la expectación que había producido mi intervención que solucionó el incidente.
Me senté tranquilamente, introduje en uno de los vasos su azucarillo y mientras este se disolvía, revisé las papeletas, entreverando las más difíciles con las de mayor defensa, considerando a las primeras por la poca y seca materia que contenían y cuya reducida y escueta contestación no mermara tiempo, durante la hora reglamentaria que había de consumir con el ejercicio. En aquella combinación, dejé en el último lugar la referente al teatro de Terencio y de Plauto, cuyas comedias conocía perfectamente y que me daba espacio para rellenar, con exceso, el tiempo reglamentario, empezando mi ejercicio con el mayor método, muy dueño de mí mismo y moviendo con la cucharilla el agua del vaso, para acelerar la disolución del azucarillo.