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Yo procuraba entrar de los primeros para ganar uno de los asientos de la primera fila y, aun así, apenas podía percibir la espalda del opositor actuante, a causa de que el público de pie casi estaba encima de él, siguiendo en esa forma todos los ejercicios de los que me precedieron y de los que me siguieron, formando severo juicio de causa uno de ellos, comparándolos a mis anteriores con mis conocimientos, y a los posteriores con mi ejercicio en todos las materias tratadas.

La noche que hube de actuar en mi primer ejercicio tuve la desventaja de que el que me precedió, pues yo actuaba en segundo lugar, era, nada menos, que Manuel Fernández Sanz, que, con el tiempo, escalaría una cátedra en la Universidad Central, a la que dio gloria, dejando en ella una estela de publicaciones y modulosos trabajos de investigación que honrarán, siempre, su nombre.

Hizo, seguramente, el mejor ejercicio, haciendo alarde de sus profundos conocimientos y facilidad de su palabra, dejando en el tribunal y en el público el más agradable y justo efecto; y en esas condiciones subí al estrado, a sacar del bombo mis diez papeletas.


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