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En mi correspondencia con Federico Larrañaga, que seguía en Alemania, en la que siempre le contaba mis cuitas, le había dicho que «de ninguna manera iría a Alemania», donde, según él, ya se me esperaba, guardándome muy mucho de decirle la menor palabra que pudiera relacionarse con mis planes ante la seguridad de que, a vuelta de correo, se encargase él dado su carácter de escribírselo a don Federico, y menos, tras decantarse mis oposiciones.

A los pocos días después de estos acontecimientos, retornó don Federico de uno de sus múltiples viajes y, llamándome a su despacho, me dijo:

–Prepárate, porque pasado mañana nos iremos a Alemania.

–Lo lamento, don Federico, pero yo no voy a Alemania.

–¿Cómo que no vienes?

–Sencillamente, porque acabo de ganar, por oposición, una plaza de bibliotecario con la que aseguro mi porvenir.

–Pero ¿tú sabes lo que dices?

–Claro que lo sé. Abrigué esta decisión desde que, por haber comido, acosado por el hambre y la fatiga en El Escorial, una noche trágica un pedazo de bollo sobrante se me tachó de ladrón, aceptando todos ustedes este falso e injusto concepto, lanzando este estigma sobre mí, que me convenció de mi incompatibilidad con personas tan honorables y tan cristianas como lo son ustedes. Además, ¿a usted le parece natural de que se disponga de mí como de un borrego, sin voluntad y sin sentimientos, no acordándose de que tengo una madre, de la que, por mi desgracia, estoy separado tantos años y de la que no se ha intentado siquiera recabar su asentimiento y su permiso, dándome un plazo de cuarenta y ocho horas, sin dejarme tiempo para darle un abrazo, tal vez el último, de despedida?


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