Читать книгу El auge de la brutalidad organizada. Una sociología histórica de la violencia онлайн

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Décadas de investigación sobre el comportamiento de pequeños grupos han confirmado que todas estas agrupaciones a pequeña escala, expuestas a condiciones adversas, tienden a desarrollar un intenso espirit de corps: desde pelotones de soldados en los campos de batalla hasta organizaciones clandestinas de conspiradores, activistas revolucionarios, células terroristas y autores de proyectos genocidas, o miembros de movimientos sociales muy estrechos (Della Porta, 2013; Collins, 2008a, 2004; Malešević, 2013a, 2013b; Mann, 2005; Du Picq, 2006 [1880]). En todos estos casos, el compromiso emocional, la obligación moral y la similitud de los estilos de vida transforman una unidad funcional/operacional en algo más: una comunidad casi sagrada donde los miembros individuales están dispuestos a sacrificarse por los demás (véase el capítulo IX).

Sin embargo, aunque estos procesos son más visibles entre los combatientes expuestos a situaciones cotidianas de vida o muerte, también están presentes en la mayoría de los grupos humanos involucrados en una acción social prolongada y coordinada. El apego emocional que se tiene hacia los hijos o los padres, los hermanos, los amantes y los amigos puede ser muy intenso, como lo es el afecto mutuo expresado por los soldados en el campo de batalla. De hecho, cuando estos soldados intentan describir sus sentimientos hacia los camaradas, suelen recurrir a metáforas de parentesco y amistad (por ejemplo, «eran como mis hermanos o mis hijos», «eran los mejores amigos que alguien podía tener», etc.). Como se ha señalado con anterioridad (Malešević, 2013a), y frente al planteamiento de Durkheim, los habitantes de los órdenes sociales modernos necesitan unos lazos de solidaridad que no son profundamente diferentes de los que unieron a nuestros predecesores. En pocas palabras, encontramos algunos límites emocionales y cognitivos en la capacidad de expansión de las interacciones humanas. Desde principios de la década de 1990, los científicos han identificado restricciones cognitivas del cerebro humano en cuanto a su capacidad para mantener relaciones sociales estables. Así, Dunbar (1998, 1992) y McCarty et al. (2000), entre otros, han demostrado cómo un cerebro humano estándar no puede mantener un gran número de interacciones sociales. Para Dunbar, que ha realizado estudios experimentales sobre la organización social de los babuinos gelada, el número máximo de relaciones estables para un cerebro humano estándar es de 150. Otros estudios psicológicos y microsociológicos indican que existen límites aún mayores a la hora de establecer relaciones prolongadas de afecto mutuo. Por ejemplo, dos estudios recientes muestran cómo, a pesar de la gran cantidad de «amigos» en Facebook y de seguidores en Twitter, la mayoría de los usuarios de estas redes sociales mantienen contacto e interactúan regularmente con un número muy pequeño de personas: la usuaria normal de Facebook, con unos quinientos «amigos», deja comentarios en fotos, actualizaciones de estado o en el muro de solo veintiséis de esos amigos, y chatea con dieciséis, mientras que para el usuario normal los números son aún más bajos: diecisiete y diez, respectivamente (Smith, 2009b).ssss1 En otras palabras, y para dar la vuelta a los planteamientos de Durkheim, todavía hay mucha más solidaridad mecánica que orgánica en el mundo moderno, ya que los auténticos lazos de solidaridad requieren un compromiso emocional prolongado e interacciones cara a cara, algo que las grandes colectividades simplemente no pueden proporcionar. Al igual que nuestros predecesores, nosotros también necesitamos la sintonía emocional y cognitiva con un círculo muy pequeño e íntimo de personas que sean bastante parecidas a nosotros: nuestros familiares y amigos.

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