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El detective embarcó para dar un paseo de una hora. Se sentó a popa muy tieso empuñando el mando del fueraborda con firmeza y avanzó por la ría a unos cinco nudos con la vista puesta en un punto del horizonte lejano. Se sentía algo así como Simbad el Marino, con la ingenuidad y la fantasía propias de la gente del interior en lo relativo a las cosas del mar. Su única experiencia en temas náuticos consistía en haber remado en su juventud un par de veces por el estanque del madrileño Parque del Retiro, al que Marimar Pérez definía como charco.

A las dos en punto, fue a recoger a su amiga al trabajo, una gestoría que estaba a la salida de Cee por la carretera de Santiago. Como de costumbre, ella lo recibió dándole un sonoro beso en la boca que casi lo hace caer de espaldas.

—¡Hostia, César! —le dijo después de mirarlo de arriba abajo—. ¿De qué vienes disfrazado? Pareces el capitán de un jodido submarino nuclear ruso.

—¿Por qué ruso?

—¡Coño!, porque los españoles no tenemos submarinos nucleares.

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