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Santos, con sus exquisitos modales, soportaba estoicamente el lenguaje vulgar de su amiga y apenas exteriorizaba su desagrado para que ella no se sintiera incómoda. Marimar sabía que a su amigo le molestaban las palabrotas, pero no podía evitarlas porque era su forma natural de hablar.

—¿Dónde me vas a llevar?

—¿Dispones de mucho tiempo?

—No tengo prisa. Le he dicho a mi socio que seguramente no volvería esta tarde porque iba a salir contigo.

—¿Te apetece dar una vuelta hasta Muxía?

—Muy bien, vamos. ¿Sabes una cosa, César? Eres la única persona en mi vida que me invita a almorzar.

—No te entiendo —comentó Santos intrigado, mientras tomaba el desvío en Bermún—. ¿Nunca te ha invitado nadie?

—No. Nunca me ha invitado nadie a almorzar. Me han invitado muchas veces a comer, joder, pero nunca a «almorzar» —recalcó—. ¡Eres la leche!

—No veo qué tiene que ver la leche con el vocabulario apropiado. —Sonrió Santos—. Quizá nunca te hayas detenido a pensar que hay otro mundo, aparte de Cee.

Muxía es una pintoresca localidad situada frente al cabo Vilán, en la orilla sur de la ría de Camariñas, en un paraje de agreste belleza, a unos quince kilómetros del desvío que acababan de tomar. Allí, las rocas, algunas de curiosas formas, y el mar bravío ofrecen un espectáculo de confrontación permanente. César Santos, que había consultado varias guías de restaurantes, condujo a su amiga al que le pareció el mejor, como si lo conociera de toda la vida. Mientras compartían una gran fuente de percebes calientes, el detective le preguntó si sabía algo más de lo que decían los periódicos sobre el crimen de Corcubión.

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