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Felipe II, no contaba con los monjes jerónimos sólo para rezar a los muertos. En realidad, ya desde el reinado de su padre, se habían convertido en los mejores consejeros del rey para todo tipo de decisiones. Una de esas decisiones había sido la ubicación del Monasterio en El Escorial, la cual fue sugerida por el prior de esa orden religiosa.
– ¡No creo que estéis en posición de exigir nada de vuestro rey! – dijo el soberano tensando el rictus.
– Perdonad Majestad, no era mi intención – dijo una Isabel sumisa arrodillándose frente al monarca y tomando sus manos para besarlas.
En ese momento fue consciente de que traicionada por el odio que sentía hacia los jerónimos, había perdido la compostura frente a su soberano, perjudicando a la postre su propio interés.
Finalmente, el rey aplacó su cólera y se compadeció de Isabel ayudando a su amante a levantarse sujetándole por los brazos. No obstante, ella no se atrevió a levantar la mirada. Entonces el soberano, con un dulce gesto, puso sus dedos bajo la barbilla de Isabel obligándole a elevar el rostro hasta que sus ojos se encontraron.